Ciudades espectro y la aldea de pescadores

GUAYMAS, Son.- Estaba por terminar el año de 1929 cuando Guaymas recibió por el tren del norte la visita del licenciado Querino Moheno y Tabares, antiguo Secretario de Relaciones Exteriores durante la presidencia del general Victoriano Huerta.

Moheno venía de regreso a nuestro país tras un obligado exilio en los Estados Unidos. Su estancia en Guaymas dejó para la posteridad una descripción de un puerto que el mismo describe como a punto de desaparecer. Dejemos que sea el propio Querido Moheno quien nos relate lo que ve:

Estoy pasando calladamente la Navidad en está quieta ciudad de Guaymas que antes fuera un puerto boyante y que al paso que lleva dentro de algunos años no será sin una pobre playa de pescadores.

Desde que va uno penetrando a la ciudad se echa de ver que se va muriendo gradualmente. El ferrocarril, que antes llegaba hasta aquí directamente, se desvió hacia un lado y ahora, por un pequeño ramal envía solamente dos o tres carros envejecidos que llegan chirriando y remolones y que en cada viaje Se llevan a un vecino que ya no vendrá más. De la estación, que se quemara hace algún tiempo no queda sino el piso calcinado por las llamas; el despacho se hace ahora en un furgón retirado del servicio.

Puesto a la ventana desde las alturas que ocupa el hotel donde escribo estas cuartillas, se domina allá abajo, blanco y deslumbrante, bañado por el sol de las 10 de la mañana, el caserío coronado por las torres de la iglesia católica, única con que cuenta la ciudad. Grato el conjunto, de aspecto moruno, como el de los poblados del litoral africano, Marruecos o Argel, sin que le falten las palmeras; y visto a la distancia, produce la impresión de la vida, que se desvanece al acercarse.

Por todas partes viejas residencias amplias y macizas como externando los estados de ánimo de seres que se sienten fuertemente asentados en la vida, donde se echa de ver que existió un patrimonio sólido y estable que sólo el incendio revolucionario pudo consumir en unos cuantos años; residencias solariegas abandonadas ya del todo por sus dueños, fundadores de fuertes dinastías comerciales que huyeron ante la borda, o semiabandonadas en manos de la incuria y el desaliento que las va destruyendo lentamente; casas que se incendiaron, mostrando todavía las manchas negras del fuego, que ya no serán reconstruidas porque no hay dinero ni aliento ni objeto para hacerlo; muros desconchados exhibiendo sus lamparones lastimosos como estigmas de una lepra incurable que los va devorando implacablemente.

Sobre las puertas, borrosas ya las letras por la acción del tiempo y de lastimoso abandono, se puede leer todavía la muestra de antiguas firmas comerciales sólidas y acreditadas en el mundo entero, que parecían eternas y que también pasaron, barridas por el vendaval revolucionario. Su lugar lo ocupan ahora las tiendas de los chinos, ese pueblo silencioso y resignado, que a fuerza de abstinencias y de menudas pero incesantes actividades, logra vivir y prosperar de la miseria ajena, pululando sobre ella y aprovechándose de los restos del naufragio, un enjambre de moscas devorando la carroña de un enflaquecido rocín muerto en el campo.

La iglesia, centro de la vida social en casi todos estos pueblos nuestros, es aquí como el resumen representativo de este poblado silencioso y en ruina. Contemplándola desde lejos con sus dos bellas Torres bañadas por el sol y empinadas sobre el caserío, nos produce la impresión de una estructura maciza y perdurable; pero apenas se transpone la umbrosa plaza y se penetra bajo sus bóvedas, se recibe también allí donde creíamos encontrar una imagen de la eternidad, la sensación de un abandono y de una ruina definitiva, que nos advierte el riesgo del próximo desplome final. Una mujer pobre desteñida y anonadada en su miseria es la única palpitación de vida, pero vida que acaba, en el interior del vasto recinto, arrodillada ante la imagen de una inmaculada que refleja en el público rostro la infinita melancolía de aquel templo desierto. Y la muda tristeza del Santuario, frente a la sombría plaza silenciosa, nos oprime el corazón como pesada losa funeraria.

En la espléndida Bahía que por el tono y la quietud de sus aguas evoca el verso onomatopéyico del inmenso bardo, el ponto es de azogue y apenas palpita, unas cuantas embarcaciones de pequeño porte, dedicadas a un sórdido cabotaje, es todo lo que queda de la antigua prosperidad marítima. Y al reflejar las casas de la orilla en la mansa quietud de sus dormidas aguas, me parece como si todo esto no fuera sino la versión engañosa, el Espejismo de una de esas ciudades muertas del oriente, Una ciudad de espectro qué va a desvanecerse en cualquier momento.

Siguiendo calle arriba y adelante, por la que en tiempos fuera la calle Real y que ahora, cediendo a la manía que nos ha invadido de llenar con vanos rótulos los vacíos que van dejando los hechos se llama presuntuosamente Avenida XIV, siguiendo calle delante vuelvo a decir hasta dónde comienza el antiguo camino carretero que antes llevaba al norte, y uno y otro lado de la amplia ruta se extienden hermosas quintas de tipo presuntuoso, qué revelan el bienestar reinante cuando fueron edificadas y qué ahora, como todo lo de aquí, muestran también signos de una decadencia que ni siquiera pretende ya disimularse.

Unas se quedaron a medio edificar, por obra de la revolución, como sorprendidas por un súbito ataque de parálisis que la dejara allí, clavadas en el sitio, en una perpetua inmovilidad; otras que llegaron a la plenitud de la vida, atacadas por una vejez prematura, van acabando de miseria y desaliento. En todas ellas quedan todavía erectas las torrecillas de los molinos de viento qué volteaban alegremente al compás de su golpear isocrono, elevando el agua fresca y cantarina que rumoreaba su grata canción a verter de su chorro allá arriba en los depósitos. Y con sus aspas rotas cual plumas arrancadas a un pájaro enorme, como el de Simbad el marino, caídas al pie de las torrecillas, me parece como si fueran los restos de una bandada de aves marinas sorprendidas por el huracán y aventadas a la costa, donde perecieron con las alas rotas.

Más adelante todavía, torciendo hacia la izquierda en un recodo del camino, al coronar un altozano, súbito como una aparición, sin una vela blanca ni un penacho de humo recortándose sobre el fondo, el mar azul inmenso y un sol enorme y bermejo entre arreboles tristes y floridos se va hundiendo en las aguas en el silencioso religioso de la tarde muriente.

El Crepúsculo del fondo lejano del horizonte, como si surgiera de las aguas, una garza solitaria viene con tardo vuelo hacia la costa, subrayando con el ritmo de su vuelo pausado la tristeza de la hora, que me hace recitar ansiosamente los versos del poeta anglosajón:... y antes que abatas el cansado vuelo, vendrá la noche oscura.

Y acaba el día, saudosa y suavemente, sin otro ruido que la eterna canción del mar, que en su vaivén perenne parece como si se burlara de los hombres, de sus revoluciones y de sus ridículas arrogancias.

Porque cuando todos nosotros hayamos pasado, dejando cada uno su pequeño rastro de maldad, él seguirá allí, eterno y ruidoso, dando aguas salobres, hasta mucho después que haya desaparecido esta pobre una humanidad y la tierra vaya rodando por los espacios infinitos. Vacía y desalquilada. (Instituto Cultural e Histórico, A.C.)