Al morir, hace crecer la leyenda

+ Brota el reconocimiento a Isabel II y la historia que deja al Reino Unido

LONDES, R.I.- Isabel II, el símbolo universal de lo que representa una casa real europea, fue la demostración más evidente de que la supervivencia de la institución monárquica depende siempre de la personalidad de quien ostenta la corona.

Y la suya fue una combinación perfecta de tradicionalismo, invisibilidad, liturgia, modernidad en pequeños sorbos y una delicada neutralidad constitucional que logró el respeto de los 15 primeros ministros, conservadores y laboristas, que gobernaron en su nombre.

Clement Attlee, el socialdemócrata que construyó el Estado del bienestar en el Reino Unido y quitó a los suyos las ganas de flirtear con los sentimientos republicanos, escribió que “todos los monarcas, si están preparados para escuchar, adquieren a lo largo de los años un considerable inventario de conocimiento sobre los hombres, y sobre los asuntos humanos. Y si tienen además buen juicio, son capaces de ofrecer buenos consejos”.

Setenta años de reinado proporcionaron a Isabel Alejandra María, la primogénita de Jorge VI e Isabel Bowes-Lyon, nacida en Londres el 21 de abril de 1926, la experiencia para seducir y granjearse el respeto de egos descomunales como Winston Churchill, Margaret Thatcher, Tony Blair o Boris Johnson.

Fueron pasando las décadas de su reinado y la monarquía británica perdiendo sus poderes discrecionales para convertirse en una institución más reglada y limitada.

Heredó un imperio a los 25 años y acabó siendo la representación visible y el anhelo de estabilidad y unidad de un país fragmentado.

Sus poderes fueron reduciéndose, pero ella elevó una influencia sobre el devenir de los británicos difícilmente alcanzable por cualquier figura política.

En 1956, con la dimisión del primer ministro Anthony Eden; o en 1963, con la dimisión de Harold Mcmillan, la reina pudo designar un sucesor.

En 1965, el Partido Conservador le quitó la prerrogativa de imponer líder. Pero los historiadores dijeron que  “la monarquía se benefició de todas estas restricciones en los poderes de la reina, porque todo ejercicio de discreción tiende forzosamente a ser polémico”.

El 6 de febrero de 1952, Jorge VI murió en la cama, a los 56 años. Era tartamundo y dado a la ira; el destino le impuso la responsabilidad de ganar respeto de los británicos y sufrir junto a ellos, en Londres, el bombardeo alemán de la II Guerra Mundial.

Había dispuesto que su primogénita, Isabel, tuviera la preparación para ser la reina que él nunca pudo tener.

Ella aprendió de tutores prestigiosos los usos y costumbres parlamentarios de Gran Bretaña, memorizó de principio a fin la biblia a la que también se aferraron su abuelo, Jorge V, y su padre, para entender el papel de la corona británica.

Isabel II accedió al trono lejos del Reino Unido. Se enteró en Kenia de la muerte de su padre durante una gira junto a su esposo, el duque de Edimburgo. Dormían ambos sobre la copa de una gigantesca higuera en el Parque Nacional de Aberdare y de allí surgió la celebrada cita de naturalista Jim Corbett:

“Por primera vez en la historia de la humanidad, una joven subió a un árbol como princesa y bajó al día siguiente como reina”.

A diferencia de Jorge VI, ella ya estaba preparada para su destino y juró que “mi vida entera, sea larga o corta, estará dedicada a vuestro servicio, y al servicio de la gran familia imperial a la que todos pertenecemos”, en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, en 1947, al cumplir 21 años.

Hoy, ha sido sobre todo la figura de Isabel II la razón última para que países como Canadá o Australia, de naturaleza republicana, mantuvieran a la reina como su jefa de Estado.

El peso de la familia

La Casa de los Windsor ha tenido abundantes raciones de drama.

Entraba dentro de lo normal que el drama familiar se convirtiera en nacional, como la abdicación de Eduardo VIII, más tarde el duque de Windsor, por su amor a la divorciada estadounidense Wallis Simpson, o el romance imposible de la princesa Margarita, hermana de la reina, con el capitán Peter Towsend, héroe de guerra.

En ambos casos, Isabel II puso orden de acuerdo con las rígidas reglas heredadas de la institución monárquica.

El “terremoto” de Lady Di empujó a la reina y al palacio de Buckingham a una dimensión desconocida: el drama ya era global, y la monarca se vio obligada a lidiar con un concepto hasta entonces desconocido para ella: la cultura popular.

El 24 de noviembre de 1992, en un discurso por sus 40 años de reinado, Isabel II definió aquel año como annus horribilis. Las desgracias de aquellos meses casi despiertan un sentimiento de ternura, comparadas con lo que vendría años después.

En 1992, se divorció el príncipe Andrés de su esposa, Sarah Ferguson. Treinta años después, su madre se vería obligada a pagar de su bolsillo parte de los más de 14 millones de euros que el duque de York pagó para poner fin al oprobio de una acusación de abusar sexualmente de una menor.

En 1992 se airearon las infidelidades de Diana de Gales y Carlos de Inglaterra. Cinco años después, la muerte de Lady Di puso en jaque al mundo alrededor de Isabel II. La isla Mauricio eligió abandonar la Commonwealth y convertirse en República; 22 años después, Escocia hizo un referéndum de independencia al Reino Unido. Dos años más tarde, el Brexit hundió al país en una crisis de identidad.

Isabel II estuvo presente en todos esos momentos. Discreta, a la hora de afrontar las desgracias familiares. Neutral, frente a la amenaza de fragmentación de su reino.

“Espero que los votantes piensen cuidadosamente en su futuro”, se limitó a decir antes de que los escoceses se pronunciaran. Isabel II siguió siendo la reina del nuevo país.

Su verdadera prueba de fuego fue la muerte de Lady Di, cuando un sentimiento popular de dolor rozó la histeria y culpó al palacio de Buckingham del final de quien pudo ser la futura reina.

Jamás concedió entrevistas

LONDRES.- No existe ni una entrevista de la monarca inglesa durante 70 años de reinado.

Las concedió su esposo, el príncipe Felipe de Edimburgo, fallecido el 9 de abril de 2021. Las dieron sus hijos Carlos o Andrés. Las han dado sus nietos, Guillermo o Enrique, pero Isabel II fue a la vez un libro abierto y un misterio.

Simple en sus aficiones: la naturaleza, la caza y, sobre todo, los caballos. Simple en sus rutinas: terminó cada día de su vida con una breve anotación en un diario de lo realizado durante el día pero, salvo que la historia arroje una sorpresa, sin grandes reflexiones ni juicios de valor sobre temas que escribía.

Fue uno de los actores principales del gran teatro del mundo, representando el papel que de ella esperaban miles de millones de espectadores.

Recibió a 12 presidentes de Estados Unidos, centenares de dignatarios internacionales y se reunió con cuatro Papas.

La reina y sus primeros ministros

La primera vez que Isabel II encargó formar un Gobierno en su nombre a un primer ministro más joven que ella fue en 1997. Era el laborista Tony Blair. Cuando accedió al trono, en 1952, no habían nacido ni la recién nombrada primera ministra Liz Truss, ni Boris Johnson, ni David Cameron ni el propio Blair.

Si la joven reina admiró y escuchó con humildad los consejos de Winston Churchill, con los años fue ella la que pudo aconsejar desde su propia experiencia a muchos políticos víctimas de ese mal tan propio de la profesión, el adanismo. La creencia de que la historia comienza con ellos.

Anthony Eden compartió con ella los planes secretos de la catástrofe que supuso en 1956 la invasión del canal de Suez. Margaret Thatcher la mantuvo al tanto de la guerra de las Malvinas contra Argentina.

La reina expresaba sus dudas o preocupaciones con preguntas. Para la historia queda la convicción de que a Blair, en alguna de las audiencias previas a la invasión de Irak, le preguntaría si no merecía la pena dar algo más de tiempo a la iniciativa y buscar el respaldo de la ONU que nunca se obtuvo.

Felipe de Edimburgo fue la única persona capaz de cantar a la reina las verdades del barquero, y de arrancarle en público la mayor de las sonrisas.

“Ha sido, simplemente, mi fuerza y mi apoyo durante todos estos años (…) y tengo con él una deuda mucho mayor de la que nunca me reclamará, o de la que nunca nadie sabrá”, dijo de su esposo en 1997, en sus bodas de oro.

El 17 de abril de 2021 los británicos vieron a su reina sola, de negro, con una mascarilla, velando el féretro del duque de Edimburgo en la capilla del castillo de Windsor. Se percibía el fin de una era.

Isabel II llevaba más de un año confinada en ese castillo, junto a su esposo. Su agenda pública se había reducido drásticamente, al elevarse en la presencia en primera línea de Carlos de Inglaterra, su hijo y heredero, o del príncipe Guillermo (segundo en la línea de sucesión) y su esposa, Kate Middleton. Eso hizo pensar que la monarca entregaba poco a poco a otra generación.

La pandemia concluyó e Isabel II elevó su actividad oficial a medida que se acercaba la gran celebración del Jubileo de Platino, en 2022.

La promesa de servicio a sus ciudadanos hasta el final de sus días, que realizó en su 21º cumpleaños, llevaba implícita la idea de que un monarca británico solo abandona el trono cuando fallece.

Los últimos años de la reina se plagaron de rumores sobre su retirada de la vida pública y la decisión de dar vía libre al reinado de su hijo Carlos. Nunca se confirmaron.

Así escribió Ben Pimlott, autor de la biografía más equilibrada y honesta de Isabel II: “Siempre fue la niña pequeña en el palacio enorme, con su nariz aplastada contra el cristal de la ventana. Le gustaba pensar, y quizá acertó, que muchos de sus súbditos veían en ella a alguien muy parecido a ellos: prosaica, nada pretenciosa, la clase de persona que, en palabras de uno de sus admiradores, recorre la casa para ir apagando las luces que los niños se dejaron encendidas”.