+ Hace 158 años, la unidad de los guaymenses sofocó la amenaza
GUAYMAS.- La tarde ardiente y húmeda de aquel lejano 13 de julio de 1854, dejó de lado el bucólico ambiente con el primer estampido.
El plan de ataque había comenzado en el cuartel de los franceses, de donde dos columnas partieron, una hacia el “Fortín del muelle”, donde una guarnición al mando de don Manuel Maraboto vigilaba que el puerto estuviera lejano a amenazas externas, y otra hacia el cuartel de las fuerzas mexicanas al mando del general José María Yáñez.
La tensa situación generada por la presencia de unos 450 belicosos extranjeros, franceses en su mayor parte, exigían que un militar de la talla del ahora héroe guaymense, estuviera aquí, custodiando la integridad del suelo Patrio.
Yáñez Carrillo era el militar asignado a la comandancia general de la provincia de Sonora y a la vez gobernador de la misma.
El fuego se generalizó. Combatían los galos del conde invasor Gastón de Raousset Boulbón, y la milicia mexicana a la que se integraron los “urbanos de Guaymas”, ciudadanos comunes que entendían la importancia de la unidad contra la amenaza.
Nadie se sintió al margen de la obligación de enfrentar y alejar al invasor.
Polvo, humedad, un calor infernal y pólvora, eran la mezcla terrífica que ambientó la tarde bélica iniciada a las 14 horas.
Cinco horas bastaron al coraje nacional, para poner en su lugar al ambicioso visitante, que diezmado, prefirió alejarse, sus hombres hacia los cerros, subiendo a “La Belle” unos –la goleta en la cual llegaron desde san Francisco, California, para intentar su sueño de conquista--, refugiándose en viviendas de extranjeros residentes otros.
Por la noche, el sofocante calor bañaba a los combatientes que cubiertos de polvo y sangre, marcaban su posición.
El alevoso noble galo sintió la derrota y su alternativa fue acudir al vicecónsul José Calvo, en busca de intercesión que lo protegiera como exigen las reglas militares. No fue así. Calvo entendió la dificultad de negociar una traición como la que había cometido Raousset, al llegar a explotar concesiones mineras y agrícolas, disfrazando sus reales fines.
Los soldados huyeron y recibieron respaldo para volver a San Francisco, a Perú en otros casos, pero el conde fue a prisión, un calabozo adjunto a la alcaldía actual donde el aristócrata supo de las inclemencias del clima, el desaseo típico de una prisión pueblerina y la angustia del ominoso futuro.
CONSEJO DE GUERRA
Era agosto 9 de 1854 cuando el Consejo de Guerra se estableció, presidido por el general Domingo Ramírez de Arellano y los capitanes Antonio Mendoza, Domingo Dufoo, Julio Gómez, Wenceslao Domínguez e Isidoro Campos.
Los fiscales enfrentaban la noble defensa del teniente Francisco Borunda, “quien hizo cuanto humanamente era posible para salvarlo de la terrible sentencia”, cita un informe rendido por el general Yáñez al comando central.
La sentencia llegó como era esperado, en un texto citado en el mismo documento antes señalado, que asienta:
“Todo bien meditado y con vista de la conclusión fiscal y defensa de su procurador; ha condenado al consejo y condena al referido, Gastón Raousset, conde de Boulbon, a la pena de ser pasado por las armas, que queda ordenada para este delito por el artículo II de la Ley de 1º. De agosto de 1853”.
EN CAPILLA
Conforme a dicha sentencia “el conde Raousset fue puesto en capilla”, en las mismas casas consistoriales en que había estado preso; recibió el auxilio que su situación demandaba.
Llamó a un compatriota suyo; a su defensor Borunda y al vicecónsul Calvo. Todo lo compatible con lo humanitario se le concedió, por las circunstancias del caso, acudiendo don Vicente Oviedo, cura del puerto, al auxilio espiritual.
El Conde impresionó a quienes fueron por él. Su entereza no pasó por alto por quienes le vieron camino a la Plaza del Muelle. Un poco pálido, pero sereno y decidido, dicen las crónicas.
Dirigió su propia ejecución. Era el amanecer del 12 de agosto de 1854. Guaymas ya estaba en movimiento, cuando los fusiles tronaron y las balas abrieron el pecho del aventurero cuya sangre corrió junto a la orilla del mar, donde poco después, el general Yáñez dejaba impresa la huella de amor a la Patria y la muestra de que un pueblo unido puede enfrentar amenazas y salir adelante por grandes que sean.
YAÑEZ, EL HEROE DE GUAYMAS
Sonora estaba seguro con la presencia del custodio, el bravo y experimentado militar, quien poco después fue llamado a México para solicitarle entregar la gubernatura y la comandancia general de Sonora.
No le pagaron como debieron hacerlo. Más aún, el celo del Presidente Santa Anna, le alejó de los reflectores que una defensa de suelo patrio implicaba. No debía, decían los asesores del después defenestrado presidente mexicano, brillar en perjuicio de la imagen de quien se hacía llamar “Su alteza serenísima”.
Llegó Yáñez a México y enfrentó a los jueces, quienes no encontraron responsabilidad de falta alguna al honor militar, pues “tal cosa hubiese sido una verdadera injusticia con aquel héroe sumiso, bondadoso y abnegado”, cita en su libro de 1907 don Pedro N. Ulloa, al abordar el tema.
Retirado a la vida privada, Yáñez recibió un día en su casa de la ciudad de México al diputado por Sonora don Manuel Escalante y Fontes, quien al terminar su período en 1871 fue a despedirse del general. Conmovido éste hasta el entusiasmo al recordar la tierra hospitalaria donde alcanzó un día pruebas inequívocas de cariño y admiración más sincera, le entregó la espada y la banda de gala con la que había combatido el 13 de julio de 1854.
Le recomendó hacer entrega de ellas al H. Ayuntamiento de Guaymas, como recuerdo del afecto y cariño con el que le habían tratado.
El general José María Yáñez Carrillo, quien naciera en la ciudad de México en 1804, dejó de existir en la capital el 10 de agosto de 1880, siendo sepultado en el panteón del Tepeyac.
GUAYMAS LO RECLAMA
El pueblo de Guaymas reclamó los restos de su héroe. En 1918, porteños radicados en el Distrito Federal, encabezados por el periodista Miguel Angel López, plantearon la idea y había fondos del Ayuntamiento para apoyar la exhumación y traslado de los restos del general.
Su hijo, José Isidro Yáñez, radicado en Querétaro, accede pero condicionó el hecho, a una pensión vitalicia para su hermana María Francisca viuda de Vergara.
El Ayuntamiento la otorga e inicia el proceso con la exhumación el 14 de septiembre de 1919 en el panteón Tepeyac, de la Villa de Guadalupe, donde estaba la olvidada tumba.
Otro guaymense, Adolfo de la Huerta, entonces candidato a gobernador de Sonora, apoyó la gestión, logrando respaldo de Venustiano Carranza, presidente de México, para trasladarlo por ferrocarril hasta Manzanillo, Colima, y de allí a Mazatlán, en el cañonero “Guerrero”.
El famoso buque de la Armada mexicana llegó a Mazatlán, y el resto del viaje fue de nuevo por vía férrea. Un silbato prolongado hizo saber a los habitantes del puerto que debían ir a la estación de la calle 30 a recibir los restos el 8 de octubre de 1919.
El célebre maestro Fernando F. Dworak llegó a bordo, como custodio de la entrega formal.
Yáñez recibió post mortem los honores debidos y fue llevado al templo de San Fernando, donde sus restos permanecieron 3 años. Se construyó un monumento a cargo de la Junta Patriótica que presidió el destacado empresario Pedro Cosca, en lo que ahora es calle 24 y avenida Serdán y 15. Demolido el monumento en 1954, Yáñez fue inmortalizado en nueva plaza enfrente. Sus restos, ya estaban en viejo Panteón de San Fernando, donde permaneció hasta 1985, cuando lo albergó el nuevo panteón “Héroes Civiles de Guaymas”.
Allí, junto con su esposa, Francisca Barcela de Yáñez, reposan juntos en la eternidad, con el reconocimiento de las nuevas generaciones. (TOMADO DE EXPRESO)