CD. DE MÉXICO.- Tenía 19 años cuando mataron a Colosio. Había comenzado la universidad unos meses antes y llevaba en la cartera una flamante credencial de elector: votaría por primera vez en la elección de 1994. Había seguido de manera casi obsesiva cada detalle de la campaña presidencial. Soplaban vientos de cambio en México.
Para empezar, nosotros, los hijos de la generación que había sufrido el 68, votaríamos por primera vez. Quizá por eso había en el aire la sensación de que el PRI podía perder. Por momentos parecía que el propio PRI también percibía la proximidad de la derrota potencial. Las incontables luchas intestinas alrededor de la candidatura priista revelaban una inseguridad inusual en el partido.
La rebelión de Manuel Camacho y las intrigas de palacio alrededor de las ambiciones inagotables de Carlos Salinas exhibían, en el fondo, pequeñas fracturas en el monolito tricolor. A eso había que sumar la figura del propio Luis Donaldo Colosio. Recuerdo haberlo visto solo una vez.
Han pasado 20 años pero lo que conservo es una cierta sensación de calidez y candidez. El hombre no encajaba con la imagen que yo tenía de lo que debía ser un político del PRI. No había en Colosio (o al menos en el Colosio que yo conocí en esa única ocasión) nada de la pedantería y la arrogancia que había visto en otros políticos del partido (y que aún ahora nos resulta tan, pero tan familiar).
Lo cierto es que, incluso tras haber crecido en una casa donde al PRI se le miraba siempre con implacable desconfianza, no pude evitar que Colosio me simpatizara. Lejos estaba yo de convencerme de votar por él, pero la simpatía que me provocó era innegable. Había algo noble en el personaje. En cierto sentido, recuerdo haber pensado entonces, aquel era el mejor de los mundos posibles: si Colosio perdía la elección, México viviría la ansiada alternancia; si Colosio ganaba, el hombre prometía ser esa, la más improbable figura del priismo: el líder que reformaría al partido desde adentro.
La tarde del 23 de marzo del 94 había transcurrido con absoluta normalidad para mí. Recuerdo haber salido a comprar alguna cosa a Perisur. Iba con mi novia de aquel tiempo caminando por la galería del centro comercial cuando una imagen me dio pausa. En las pantallas de Audio Mundo, la legendaria y claustrofóbica tienda de televisores, aparecía un corte informativo urgente. Entramos al local para escuchar la noticia.
Algo había ocurrido en Tijuana. Las voces en la pantalla hablaban de un atentado de consecuencias aún desconocidas. Por supuesto, la realidad era distinta. Como con Kennedy en Dallas, aquello era solo la simulación de la incertidumbre. Para entonces, Luis Donaldo Colosio había muerto ya, como irremediablemente tenía que suceder después de un balazo como el que había recibido en Lomas Taurinas. Y, aunque la gente cercana al candidato y la propia televisión no lo confirmaban, todos en el fondo lo sospechábamos. Quizá incluso lo sabíamos: Luis Donaldo Colosio había sido asesinado.
Recuerdo haber manejado en silencio de vuelta a casa de mi novia, donde nos enteramos de la verdad. Acto seguido, volví a mi auto y enfile rumbo a casa de mis padres. Llevaba una grabación de la canción que Bruce Springsteen había compuesto para la película Filadelfia. Springsteen había escrito la canción pensando en los últimos, dolorosos días de un enfermo de sida, pero en aquel momento la canción me sonaba como una suerte de réquiem para Colosio: “I was bruised and battered, I couldn’t tell what I felt/ I was unrecognizable to myself...” No pude evitar llorar. Era un llanto con un tono distinto (uno, después de todo, sabe que hay de lágrimas a lágrimas).
No fue sino años después que comprendí el carácter real de aquel dolor. Durante mis estudios de posgrado en Nueva York conviví largamente con un maestro que había estado en Dallas el día del asesinato de Kennedy. No precisamente en Dealey Plaza, pero sí muy cerca, en casa de sus padres a un par de millas de distancia.
Me dijo que recordaba dos cosas con toda claridad: la solemne consternación de Walter Cronkite, el famoso conductor de noticias que dio al país la noticia de la muerte de Kennedy, y la intensidad de su propio llanto. Como yo en marzo del 94, mi maestro era apenas un adolescente cuando Oswald mató a Kennedy. El episodio lo había sacudido de manera inédita. Cuando le pregunté cómo explicaba el calibre y hasta el sabor del llanto, me respondió de inmediato: “fue la primera vez que mi generación experimentó la violencia contra el hombre, contra el individuo”.
En sus palabras, la violencia directa e implacable contra el individuo no tiene escapatoria cognitiva para quien la presencia. La guerra, colectiva salvo para quien la vive directamente, es distinta. La violencia en plural es (injustamente)… difusa. Cuando un hombre mata a otro hombre a plena luz del día, frente a las cámaras, el efecto es devastador e indeleble. “En el fondo”, me dijo mi profesor, “era el llanto ante el horror”.
Tenía razón pero yo sumaría otro matiz. Mi llanto y el suyo fueron reacciones ante el acontecimiento de lo impensable. Incluso en el Estados Unidos de la guerra fría era impensable que alguien matara a un presidente en funciones. Incluso en el México turbulento del 94 era impensable que alguien matara a un candidato presidencial. Parecía imposible.
Por eso es que, cuando amaneció el 24 de marzo y todos tuvimos en las manos el periódico con la foto de Colosio ensangrentado, tirado en la tierra tijuanense, los mexicanos nos miramos unos a otros: “es increíble. Es increíble…” La violencia nos había tomado por sorpresa. Y nada fue igual.