HERMOSILLO, Son.- La mirada de la presidenta municipal de Juchitán Oaxaca, luce cansada y se eleva hacia el cielo plagado de nubes grises, como buscando la respuesta adecuada a la tragedia que le ha tocado vivir como la primera mujer que gobierna en el complicado y muy politizado municipio.
Y no es para menos. La región luce desolada, con muchas casas y edificios públicos en ruinas, con una infinidad de vecinos aplicados sacando escombro y limpiando los terrenos donde apenas un mes atrás habían estado sus viviendas, unos sentados por fuera, o al frente de lo que quedó de sus casas, descansando de la faena —de la pala, la barra, las ceguetas y los martillos— con la mirada perdida y sin ánimo de responder al saludo de quienes —observadores al fin— se sorprenden de ver tantos daños, tantas complicaciones, tanta desolación, como si en una guerra hubieran bombardeado al pueblo.
“Esto nos va a llevar años”… nos dice. “No será fácil la reconstrucción de 15 mil viviendas afectadas por los sismos del 7 y el 23 de septiembre, que en la región se sintieron con una intensidad mayor a la de cualquier otra parte y confirma:
“En el municipio, siete mil quinientas casas quedaron destruidas totalmente, y una cantidad similar, severamente dañadas”.
Es Gloria Sánchez López, una mujerona de 58 años, con pronunciadas huellas de la dura vida de la región en su rostro y en sus manos, y que — confiesa— casi no ha podido dormir desde el primer sismo del 7 de septiembre, que derrumbó incluso el viejo palacio municipal, construido en 1870.
Sánchez López, licenciada en matemáticas, llegó al poder militando en la COCEI (Coordinadora Obrero Campesina Estudiantil del Istmo), que ha gobernado éste municipio desde 1985 con dos breves intervalos de gobiernos del PRI. Ha sido regidora y diputada local, y llegó a la alcaldía en alianza del PRD con el PAN. Ataviada con un largo vestido de tehuana de colores vivos como el amarillo, el rojo y el negro mezclados, así como un sencillo collar de piedras negras, arribó al Tecnológico Nacional (plantel Istmo), a revisar el emblemático albergue donde se encuentran más de 300 familias refugiadas desde la mañana siguiente del primer sismo, para “ya no dormir en la calle, o fuera de lo que quedó de sus casas”, con el temor de que las réplicas terminaran de echarlas abajo, como dicen algunas vecinas alojadas en la escuela.
“¿Y el apoyo de los gobiernos?” –se le inquiere. Y nos dice: “Ahí va, en los gobiernos nadie está preparado –incluyéndola– para tener fórmulas mágicas de solución a los graves problemas que acarrea una tragedia natural como la vivida en el mes de septiembre por ésta región”. Techos destruidos, paredes en el suelo, montañas de escombro a las afueras del núcleo urbano y en las esquinas de cada cuadra. Casi en cada calle y en cada espacio comedores comunitarios, y casas de campaña espaciadas en barrios por la señalada resistencia de los habitantes de volver a introducirse a sus casas cuarteadas.
“¿Qué sigue?” –se le pregunta de nuevo a la alcaldesa.
“Seguir gestionando, tocar puertas y evitar que el clima de control aplicado por los gobiernos de los tres niveles no se descomponga en el tiempo que dure la reconstrucción”. Y así como se ve, sería difícil que se pudiera descomponer. Tanto los gobiernos como la sociedad se han aplicado a manejar las crisis. En la organización para atender a los damnificados de los terremotos se han establecido con mucha coordinación tanto el gobierno federal como el sector privado, las organizaciones religiosas, y una amplia legión de voluntarios – básicamente estudiantes de educación superior– solidarios que lo mismo lavan verduras en las cocinas que ayudan a barrer, a limpiar, a inyectar, a bajar cargamentos de víveres, a divertir a los niños de las familias alojadas o a difundir mensajes religiosos.
“Al principio atendíamos 600 consultas médicas diarias”, dice una de las jóvenes enfermeras del equipo instalado por IMSS-Prospera en el Tecnológico:
“Diabéticos en crisis, enfermedades gastrointestinales, respiratorias, crisis nerviosas y los padecimientos típicos de los adultos mayores que requieren revisión constante”.
“Tenemos medicinas, varios doctores que no se dan abasto, y una legión de voluntarios que nos ayudan lo mismo a bajar cajas con medicamentos que a la atención de la sala de espera aconsejando a la gente”.
Continúa; “Después de los días de crisis, la consulta ha bajado a cerca de 250 personas diarias, pero se va a incrementar ante los daños que han sufrido los centros de salud de la región”, concluye la enfermera que se disculpa y se retira para apoyar a un lesionado de una pierna que sin muleta –apoyado por dos voluntarios-, batalla para sostenerse y tratar de entrar al camión improvisado como cuarto de hospital.
“¿Son ustedes los que preparan diariamente la comida?” –le pregunto a los sudorosos soldados del Ejército Mexicano que se hacen cargo de la cocina comunitaria, instalada sobre un largo tráiler Kenwort, color verde olivo, de la Secretaría de la Defensa Nacional, aplicando el plan DN-III-E en el albergue.
“Así es. Aquí, en este recipiente hay 80 litros de sardina en caldo, aderezada con tomate y nutrientes que la hacen más efectiva para los comensales lista para servirse –ya era el mediodía–. Acá en la otra ve usted un recipiente con 100 litros de frijoles cocidos en agua y sal y más allá, un gran perol que contiene arroz blanco con granos de maíz amarillo, que complementará la alimentación de todo aquél que en orden se forme a la hora de la comida para recibir su ración”, y pasar así a un comedor instalado con 200 sillas, a un lado del camión-cocina. Mucha coordinación con Diconsa en el abasto de la comida que se prepara aquí.
“¿Y son cortesía de Maseca las tortillas que aquí se hacen?” –se le pregunta a un joven atento a la salida de las tortillas ya cocidas, que brotan de una máquina traída ex profeso por la empresa Maseca, para dar servicio a los damnificados; “Se hacen como 500 kilos diarios de tortillas –nos aclara–. Todo por cortesía de la empresa. Agarre una para que la pruebe y verá que son de buena calidad”. Y, en efecto, calientes y esponjadas, de buen maíz, las tortillas son sabrosas y bien hechas. La larga cola para las tortillas ha iniciado y los esforzados trabajadores de Maseca le preguntan a cada solicitante cuántas van a querer. En cuestión de minutos la cola desaparece, junto con el cerro de tortillas. Más allá, un empleado de Teléfonos de México nos explica: “La empresa instaló aquí un puesto de orientación con cinco aparatos telefónicos para quien desee utilizarlos con llamadas a donde sea, sin costo alguno para localizar familiares o para realizar trámites diversos. También varias computadoras personales para adiestrar y dar cursos a quienes lo deseen en el tiempo que permanezcan aquí”.
Mientras explica, el encargado de Telmex atiende a varios niños que se arremolinan en torno a varias PC con internet buscando juegos o información. Más acá, otro puesto de servicios médicos de la Secretaria de la Defensa Nacional, con servicio médico, medicinas y peluquería. Los soldados barren, sacan agua y basura, mantienen discreta vigilancia sobre los cientos de casas de campaña instaladas y su personal femenino actúa en labores de orientación a quienes así lo solicitan.
A un lado del comedor, la Conagua instaló dos gigantescos tanques de diez mil litros cada uno con los aditamentos para purificar y preparar el agua. “¿Exclusivamente para tomar?” –le pregunto al operador. “Sí, principalmente –contesta con voz serena–. Es agua tratada para consumo humano y cuando el tanque va bajando, de inmediato se reporta para que venga la pipa a llenarla. Eso garantiza que a toda hora la gente tenga agua para sus principales necesidades”, atajó.
A lo largo de las instalaciones del Tecnológico Nacional, una cadena humana de más de 100 jóvenes de las carreras de ingeniería civil y arquitectura con fajos de papeles bajo los brazos, se dan a la tarea de entregar las formas llenas con los levantamientos del estado físico de las casas de Juchitán.
“En mi caso y el de varios compañeros, nos ha tocado evaluar más de 20 casas diarias”, me dice uno de ellos. La tan señalada mención de los medios sobre los jóvenes que han actuado solidarios para ayudar a las víctimas de los terremotos tiene rostro e identidad. Han sido básicamente estudiantes del nivel superior como el Tecnológico Nacional, que no han estado ahí nada más para sacarse la foto. Algunos, al tiempo que son solidarios también son damnificados como ha ocurrido en Juchitán, Zacatepec y Tuxtla Gutiérrez donde se encuentran los Tecnológicos más dañados. Ha sido la de ellos, una labor seria, silenciosa, discreta, pero efectiva.
Son el otro ejército proveniente de todas las regiones de México que se han sumado en Chiapas, Oaxaca, Morelos y la Ciudad de México, unidos a las labores del gobierno federal; han contribuido notablemente a que el clima social post sismos no se descomponga en los lugares con más severos daños y han logrado que la reconstrucción avance.
Todo este trabajo y toda esta solidaridad (solo el Tecnológico Nacional de México ha reunido más de 1200 toneladas de víveres provenientes de todo el país, para las zonas más dañadas), viene a darle fuerza a la expresión de doña Rosa Orozco, de 73 años, quien sentada en una silla redonda muy gastada de varillas forradas de tela, y acompañada de sus vecinas Francisca y Reina, que hoy se encuentran también en calidad de damnificadas en el Tecnológico Nacional nos dice: “No hay techo, pero hay esperanza”.
Cuando termina de decirnos eso, otro movimiento telúrico de más baja intensidad nos sorprende a todos moviéndonos el piso, provocando que doña Rosa, asustada levante las manos al cielo, se persigne rápidamente, y de gracias a Dios de que este nuevo movimiento de la tierra no pase a mayores.
“No hay techo, pero hay esperanza”, ha dicho y por lo que estamos viendo en materia de solidaridad y esfuerzos compartidos, tiene razón. Hay esperanza.
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