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Una crónica desde Urgencias del IMSS

HERMOSILLO, Son., 16 de agosto de 2024 - Abrimos este despacho con un reconocimiento al personal médico y de enfermería del Hospital General de Zona 02, mejor conocido como ‘el de la Juárez’, por la atención rápida y eficiente que tuvieron para con una persona muy cercana que ingresó vía Urgencias, afectada por fuertísimos dolores provocados por una piedra en el riñón.

Cualquiera que haya pasado por un episodio como ese, sabe que el dolor que provoca rebasa el umbral de los que las mujeres sienten durante el parto.

Sé que la calidad y la calidez no son lo usual en estas clínicas y nosocomios y sé que a todo el sistema de salud mexicano lo traemos de bajada después de múltiples casos que confirman que estamos más cerca de Basconcobe que de Copenhague, pero esta vez prodigaron un trato que, en la medida de lo posible y con las usuales carencias fue digno, eficiente y con un final feliz.

Casi todos sabemos las condiciones en que se encuentra la Sala de Urgencias del IMSS en cualquiera de sus clínicas y hospitales, y el performance que involuntariamente protagonizan los pacientes es la más de las veces deprimente, con personas sentadas en sillas de plástico apretujadas en los pasillos, adultos mayores que parecen contar sus últimas horas en esos espacios reducidos donde casi no hay ánimos ni fuerzas para contar las penas; familiares que se truenan los dedos en espera del milagro…

Cualquiera que pase algunas horas en esos espacios se suma a la legión de quienes son presa del sobrecogedor desasosiego por lo que pueda suceder y todos quisieran que las cosas no fueran como las están viendo.

Las angustias no dejan ver lo otro: el trajín frenético de enfermeras y enfermeros que van y vienen atendiendo a una y a otro; inyectando, suministrando medicamentos y alimentación, revisando expedientes, asumiendo el dolor y la desesperación de enfermos y pacientes con estoicismo que a veces parece indiferencia, pero que después de un par de días allí cualquiera llega a entender y revalorar la dimensión de una palabra amable, una sonrisa, un gesto tierno en medio de lo que parece un campamento de ciudad ocupada en medio de la guerra.

Imposible no conmoverse con los y las médicas residentes, jovencitas menudas que en la calle pasarían como cualquier preparatoriana tiktokera-instagramera con aspiraciones de influencer, pero que en ese contexto se multiplican a sí mismas atendiendo los casos más bizarros que suelen presentarse en una sala de emergencias.

Todos sabemos de lo que hablamos: infartados, atropellados, heridos en episodios increíbles; ancianos olvidados, niños victimizados en cualquier barrio bajo, lo mismo que una señora de buen vestir y de mejor ver que llegó por alguna descompensación. Navajeados, víctimas de accidentes de trabajo y hasta aspirantes al Oscar de la academia que escandalizan en viernes para obtener una incapacidad el fin de semana. Los hay, verán pregunten.

Los y las médicas residentes son un caso aparte. Uno se topa a esos morritos en la calle y con los propios prejuicios a cuestas pensaría que su vida se debate entre Taylor Swift y Peso Pluma, por decir lo menos. Pero no, están en la sala de emergencias templando su carácter y su profesión en las condiciones más duras.

Andan por allí con los tenis como chanclas cubriendo turnos de inacabables horas; desaliñadas, con ropones a veces extraños que cubren los uniformes quirúrgicos y sin maquillaje que cubra las ojeras permanentes; dejándolo todo en esa profesión que eligieron y de la que no reniegan. Al contrario, por la que están dejando el veinteañero desmadre del exterior a un lado, para refrendar ahí adentro su vocación a prueba de todo. Y cuando digo de todo, es de todo.

En el caso que nos ocupa, la paciente que nos llevó a atestiguar todo esto ingresó el viernes en la madrugada; duró más de 24 horas en una de las varias sillas en la que esperan turno pacientes que pueden ocuparlas unas horas o varios días; el sábado le asignaron cama y el domingo al mediodía la pasaron al quirófano como caso de urgencia.

Los médicos hicieron un trabajo impecable, no invasivo, con tecnología de avanzada y ese mismo día fue dada de alta, sin complicaciones. Una cama desocupada menos y alguien que quizá tenía días en una silla va a ocuparla. Y así hasta el infinito.

Sé que no todos podemos contar la misma historia; en este espacio he consignado otros casos verdaderamente graves, pero por lo que toca a este episodio puedo constatar que hay una esperanza de que las cosas mejoren y esa esperanza radica fundamentalmente en el recurso humano con el que cuentan las instituciones, en este caso el HGZ 02 que dirige el doctor Carlos Villano, que algo debe estar haciendo bien.

Pero, sobre todo, va el reconocimiento a médic@s, residentes, enfermer@s, intendentes, camilleros, trabajador@s sociales y a todo el ejército empeñado en mantener al IMSS como la principal institución de salud pública en el país, pese a todas las carencias, que son muchas. Repito: pese a todas las carencias, que son muchas y subrayo: que son suplidas con el profesionalismo, la vocación y entrega del personal.

Me queda claro que esa banda que hace posible la vida y que inevitablemente también lidia con la muerte no tiene aspiraciones danesas, pero sí una vocación inquebrantable para aspirar, al menos, a tener lo necesario para atender a una población mayoritariamente pobre, en las condiciones más dignas posibles.

Esa banda merece más, la verdad.