HERMOSILLO, Son.- Le llamaban El Tío Juan. Era un indio yaqui de edad incalculable y dentadura completa. Prieto y correoso, caminaba al paso de los demás, encorvado a lo largo de los surcos con el morralito de tirante cruzado al pecho, cargado de semillas que en silencio tomaba con la punta de los dedos y las hundía en la laderita del surco.
Me llamaba la atención porque siempre musitaba algo, como un rezo, una oración o una plegaria en palabras que yo no entendía, aunque caminara en el surco a su lado repitiendo los movimientos para tomar las semillas del morralito y hundirlas en la tierra seca del valle, a donde mi padre me llevaba a sembrar sandías.
Del Tío Juan aprendí a clavar las semillas en el surco, cubrir el agujero y hacer un movimiento de abanico con los dedos, como quien limpia el polvo sobre el pequeño espacio donde quedaba la simiente y, cuando estaba muy liso, pintar con el dedo índice una cruz.
Era como un acto de fe. Un ritual religioso para encomendar a Dios la cosecha y a mis doce años eso me parecía al menos, enigmático, pero lo repetía con cierto divertimiento porque me parecía que de alguna manera en algo teníamos que depositar las esperanzas de que el verano produjera muchas y muy sanas y sabrosas sandías.
Lo que más me llamaba la atención del Tío Juan, además de su sombrero sucio y ajado era su silenciosa presencia y su vitalidad. No recuerdo si eran cuatro o seis hectáreas las que sembramos ese día con ese rudimentario método, pero nunca perdió el paso.
En las ‘cabeceras’ de los surcos había un garrafón de vidrio lleno de agua, forrado con ixtle mojado, colocado a la sombra de cualquier rama para que no se calentara y eran como las estaciones para descansar y platicar un poco, refrescar los labios antes de emprender el camino de regreso, sobre el surco, sembrando.
Si la memoria no me falla, en aquellos años la sandía se sembraba en marzo, para cosecharla en junio. Y en ese lapso había que fertilizar y fumigar (también manualmente); desahijar, desyerbar a punta de azadón y pala. Y desde luego, regar. Eso era un encanto de chinga porque había que levantarse a las tres de la mañana y una vez en el verano andar a corre y corre ‘pegando’ los surcos que se rompían, inundando donde no deberían. Ahí no se rajaba nadie.
Pocos, muy pocos lectores sabrán la magia de extraer agua del canal de riego mediante el milimétricamente sincronizado movimiento de empujar y jalar con una mano un sinuoso tubo, mientras con la palma de la otra mano tapas y destapas el otro extremo generando un vacío que termina por expulsar un generoso chorro de agua que se va llenando el surco.
Mi padre tuvo sangre india. Mayo, supongo, porque nació en El Mezquital de los Ochoa, en Choix, Sinaloa. El Tío Juan era yaqui. Los dos se pegaron una chinga trabajando en el campo. A mí me tocó poquito de eso, pero les aprendí mucho.
Por eso ahora que escucho tantas voces diciendo que los yaquis son unos alcohólicos, delincuentes, huevones, mantenidos, drogadictos, me da un chingo de tristeza. No tanta como la que me da cuando leo a otros tuiteros validando esas palabras y haciendo abstracción de la cruenta historia de la tribu.
Mutatis mutandis, son los mismos argumentos que alimentaron en el porfiriato la guerra de exterminio contra los yaquis, siempre en rebeldía con el gobierno, por cierto.
Me dan tristeza también los argumentos que después de ese negro, vergonzante capítulo de la historia, generalizan de tal forma que todo nos llevaría a pensar que lo mejor sería rociar con napalm o algo peor a los ocho pueblos yaquis y eliminar ese estorbo del progreso.
Debo decir que cuando se levantó la cosecha, mi padre contrató a algunos yaquis que se la pasaron fumando mota y prefirieron dejar el trabajo tirado antes que pegarse la chinga de cargar los ‘tortons’ de sandías. Pero lo mismo hicieron unos yoris de esos a los que les da más miedo una pala que una víbora de cascabel.
Creo que las generalizaciones, a la hora de interpretar lo que sucede con la tribu yaqui en estos días, son bastante sesgadas y por lo tanto, dañinas.
Ni todos los yoris son buenos, ni todos los yoremes son malos, y viceversa. Interpretar correctamente la realidad de los pueblos indígenas en México, y en Sonora en particular es extremadamente complejo. Detrás hay siglos de colonialismo y transculturización, de imposición de la cultura hegemónica. De explotación y despojos, de políticas paternalistas y clientelares que en buena medida han contribuido al abandono de las labores productivas y al fomento del ocio, madre, dicen, de todos los vicios.
El bloqueo carretero que mantienen los yaquis en la rúa federal 15 tiene sus antecedentes en una añeja y muy nutrida lista de demandas irresueltas relacionadas con sus condiciones de vida en pueblos sin servicios básicos (energía eléctrica, agua potable, drenaje, infraestructura urbana, salud pública, educación); tenencia de la tierra, conflictos internos auspiciados desde la esfera gubernamental y política…
No justifico el bloqueo y el cobro de cuota en la carretera, pero trato de entenderlo a la luz de todo lo que ha sucedido con la etnia a lo largo de la historia. No los señalo, porque entiendo que cada vez que señalas a alguien con el dedo, hay tres dedos de tu propia mano señalándote a ti, preguntando que se ha hecho por incorporar a los pueblos indígenas al progreso, respetando su cultura, sus usos y costumbres, sus derechos humanos.
El tema que detonó las protestas en el sur del estado fue la construcción del acuaférico en Hermosillo, pero eso ya ha quedado superado al sacarlo de la agenda legislativa, al menos temporalmente. Pero eso prendió la mecha y reavivó temas mucho más complejos que son los que mantienen la movilización indígena.
En los próximos días estará el presidente de la República en territorio yaqui. Seguramente vendrá con las alforjas llenas de promesas y atisbos de solución para desactivar el bloqueo, como han hecho otros presidentes, aunque también dicen que éste es diferente.
Dicen que vendrá acompañado de su precandidato al gobierno del estado, Alfonso Durazo, lo cual es una práctica más bien ortodoxa de arrancar campañas electorales.
Por cierto, ya nunca supe del Tío Juan, pero estoy seguro de que si viviera estos días, se daría tiempo después de la jornada de sol a sol, para ir a levantar la piola en la carretera. De ese tipo se me hace que era.